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A las vueltas con Gustav Mahler: Música y errancia.

Buenas tardes. Antes que nada quiero mucho agradecer a las autoridades del Ayuntamiento de Lucena, especialmente al Consejal de Cultura y Turismo Manolo Lara Cantizani y a Julio Flores y a mi amiga Carmen Anisa, la oportunidad de estar ante ustedes. Intentaré, dentro de mis limitaciones, de hablarles de un tema que creo a todos nos interesa y de acuerdo con los propósitos de esta ciudad: fortalecer el vínculo y el conocimiento entre los pueblos sin caer en el parvulario simplificador de la historia. Ser expresión auténtica de las voces de las tres culturas.

“Cuando creemos con la fe más firme que estamos en posesión de la verdad, debemos saber que lo creemos, no creer que lo sabemos”.

 Jules Lequier (1814-1862).  (“El problema de la ciencia“)

 

“Gustav Mahler fue el último judío errante de Europa antes de que gran parte de su pueblo saliera en forma de humo por las chimeneas de los criminales campos nazis”.

Jaume Radigales. (“Sonidos para un fin de siglo“)

 

Quiero explicar brevemente el ideograma de esta conferencia a la que quiero titular “Música y errancia“. No soy un profesional de la palabra: apenas intento expresar a través de ella mis interrogantes, mis inquisiciones, mis perplejidades, sin escamotear nada. Y por ello titulo a esta búsqueda “fragmentos” o “serpentinas”, en las que verán aparecer ramificaciones laterales, arborizaciones súbitas, rizomas que me permiten decir todo lo que aspiro a decir. Por ello les pido disculpas: sacrifico una coherencia lejana y quizá inalcanzable para mí, por un sentimiento próximo, porque siempre he sufrido – como le pasaba a nuestro querido Miguel Hernández y salvando las distancias- de la más intensa de las inmoderaciones: la del corazón. Es fácil deducir entonces que soy más un ser meditativo y conjetural y en consecuencia no establezco con mis ideas un vínculo one way. El lenguaje es un dios al que se debe servir pero al que sólo se puede servir dudando. Como buen judeo-argentino,  en una ciudad como Lucena, que ha aposentado creativamente tres culturas y que ha sido visitada por dos entrañables amigos míos (Daniel Baremboim y Federico Lechner), sé que no hay respuestas definitivas ni sueño con paraísos facilistas que intenten aquietar las dudas. Insisto: no soy un escritor sistemático ni un pensador arquitectónico. Mi pensamiento no es un edificio por el que yo pueda ir llevando paso a paso al escucha, sino una trama de hilos, en la que lo significativo no es la red peroel hecho de tramarla. En síntesis: se trata de un texto poroso, un texto -como diría Diana Sperling- de intersecciones y meandros, hablado por voces que proceden de lugares y momentos diversos. No soy un ser necesariamente lineal sino arbóreo: un ensayista, un ser que ensaya. Se trata de hablar del sentido de unos pentagramas pero no en el aspecto musicológico o técnico sino en su significación honda y humana, es decir, de las vicisitudes que debió atravesar el creador para gestar su obra. Mahler representa para mí la encarnación de los más altos ideales artísticos y humanos. Haberlo conocido hizo mi vida más digna de ser vivida. Fue un amor a primera vista ( a primer oído) y se instaló en mi corazón para siempre. Podríamos decir que contraje esa extraña y sensible enfermedad que ataca a algunos ( hoy a muchos) llamada “mahleria”, que transita nuestras arterias y seguramente nos acompañará hasta la muerte. Tenía ese grado de ilimitada devoción hacia una causa elevada que sólo los santos poseen. No había en él un átomo de vanidad. Y sus pentagramas eran formas del abismo donde se arrojaba buscando respuesta a los interrogantes de la vida, los mismos interrogantes que yo o muchos de ustedes padecemos. Era un poeta metafísico y un ser humano cabal. Pero antes de ocuparme de él quiero hacer algunas reflexiones sobre por qué Mahler visita Lucena, la  “Ciudad creativa de la música y ciudad de las tres culturas”  y eso lo haré hablando brevemente sobre el sentido de su música. El primer interrogante lo despierta George Steiner con su comentario: “¿Qué es la música? Puede ser perfectamente una manera de preguntar :¿qué es el hombre?”. Alrededor de este comentario esencial haré una serie de citas que enmarquen estos interrogantes y el privilegio de estar hablando en esta Ciudad. Marcel Proust escribe en cierto momento de “A la búsqueda del tiempo perdido“: “La música me ayudaba a entrar en mí mismo, a descubrir en mí algo nuevo, la variedad que en vano había buscado en la vida, cuya nostalgia me daba, sin embargo, aquella corriente sonora que hacía morir a mi lado sus olas soleadas”. O como lo decía Gustav Mahler: “la música es un trozo de sol hecho prisionero”. O como lo declara Adrián, el personaje del Dr Faustus de Thomas Mann: la música es una afirmación de máxima energía pero no como idea sino como realidad: “casi la definición de Dios”. Y Ernest Bloch lo dice así: “La música es la restauración del hombre en su grandeza, es un canto consolador en el camino de retorno a través de la oscuridad”. O como lo dice bellamente Rafael Argullol: “Ante la música el vacío siempre acaba retrocediendo. Las otras artes pueden emocionar, enaltecer, consolar. Pero únicamente la música es el mago que cura: el oído escucha mientras el espíritu bebe el elixir que le remedia”. Digo yo (y permítanme este pensamiento adjunto): la forma en que la música se hace con nosotros tiene tanto de enigmático como de complejo, momentos en que se aúnan la expresión singular de un intérprete con la repercusión emotiva que esa interpretación produce en nuestra sensibilidad, es decir, el sentir de un sujeto con el sujeto de un sujeto. Esa complejidad incluye determinados movimientos del alma y determinados caminos interiores que recorren ávidamente nuestro cuerpo. La música – la más alta de las metafísicas- es la que hace creíble lo imposible, haciendo de la emoción la instancia legislativa de nuestro mundo interno, porque la música jamás es para nosotros sino siempre nosotros para ella, como aquella copla andaluza:

“Tengo una pena, una pena / que casi puedo decir / que yo no tengo la pena / la pena me tiene a mí”, copla que Mahler repetía constantemente. Decía: “Yo no compongo, soy compuesto”.

 Lo decía Nietzsche: “Casi toda la música no comienza a embelesar sino en el momento en que oímos resonar en ella la lengua de nuestro propio pasado”. Lo digo yo: en ese éxtasis propio nuestra piel recoge los sentimientos más secretos e indecibles. Se trata de una metamorfosis que podríamos llamar mágica, donde la palabra es una aproximación vana, una persuasión prescindible por imperfecta. La música sugiere, encanta, cautiva, por sí misma, con su propio lenguaje, y es en ese orden fascinante e irracional que instala el murmullo de la vida y la eternidad. Esta experiencia es irremplazable y absoluta, como lo es exactamente un abrazo de amor. Y si en amor locura es lo sensato, como dice el lúcido verso de Don Antonio Machado, la música es el pretexto inefable de los que obstinados, intransigentes, testarudos, a veces locos, amamos la vida y  amamos sólo la vida. Un hondo espíritu de religiosidad habitaba el mundo interno de Mahler, un intuitivo de la trascendencia que sabía que la música, ese gran misterio, conecta con lo que está más allá de lo analizable. Podríamos decir que para Mahler (como para Schönberg) la música era como una teología no escrita o como una religión que nos posee desde su carisma único. En su Segunda Sinfonía, titulada “Resurrección” (llamada inicialmente Totenfeier : Ritos fúnebres),  Mahler tiene un movimiento dedicado a la perduración de la vida a través de la resurrección, tema extraído de la liturgia cristiana, porque para los judíos la resurrección existe pero no tiene significativa importancia. Mientras que en esta Sinfonía, Mahler hace de la Resurrección el centro del enigma de la vida.”¡Resucitarás, sí, resucitarás!” canta nuestro músico. En su “Das lied von der Erde” (“La canción de la tierra” : su mejor sinfonía según Leonard Bernstein) se despide diciendo: “¡La tierra, querida por todas partes, florece en la primavera y reverdece de nuevo. Por todas partes y siempre, siempre, siempre”. Todo resucita en el itinerario vital del músico, todo es volver a vivir: la resurrección es un retorno a la vida. Esta actitud la  completará con su Octava Sinfonía, basada en el himno latino de invocación al Espíritu Santo del siglo IX Veni Creator Spiritus, texto que se atribuye a un monje bendictino nacido en Maguncia, Rabanus Maurus, y con una Segunda Parte inspirada en el Fausto de Goethe en forma de oratorio o cantata y que el músico dedicó a su mujer justo en el mismo año que su crisis matrimonial tomaba el rostro de la infidelidad de Alma. Mahler es un hombre caleidoscópico, con permanentes y cambiantes estados de ánimo contradictorios (infantil,  volcánico, despótico,  hipersenbible, depresivo, tierno, dialogante), obsesionado por el sufrimiento y la redención pero siempre sediento de vida y poseedor de ese sentimiento que los alemanes llaman “Mitleid” y que se podría traducir por “compasión”, sentimiento que en el Parsifal de Wagner logra su más conmovedora expresión. Don Federico Sopeña ha descrito la fe mahleriana como la tragedia religiosa del escéptico que necesita un misterio para vivir. Por eso Mahler pasa de los Evangelios a las obras de Kant y aprecia a un novelista tan acendradamente cristiano como Dostoievski pero cita también a Nietzsche. Su judeocristianismo -quizá, si me lo permiten, debiéramos llamarlo así- es como el de Mozart y Schubert.  No obstante -el mundo está hecho de contradicciones-  la música también pautaba las entradas y salidas de los campos de concentración y exterminio y también recreaba el oído de los nazis, los cuales en ocasiones llegaban hasta las lágrimas. En ocasiones era el tango el que complacía a algunos oficiales. Freud veía en ella el peligro de la disipación de los sentimientos. Pues la música es una memoria sin imágenes y sin palabras en la que podemos tropezar con lo inesperado. En realidad, lo que oímos es sólo el retumbar de nuestro propio mundo interno y a veces eso es placentero y a veces suele ser angustiante. Quizá se trate más de preguntas que de respuestas: siempre recuerdo aquella carta de Gustav Mahler a Alma cuando le dice: “Saber preguntar, Alma, es lo más enriquecedor que nos puede suceder”. Recuerdo igualmente al rabino del Golem en Praga, diciendo ante cada persona que encontraba deprimida, cabizbaja o meditabunda: “Yo tengo la respuesta. ¿Pero usted tiene la pregunta?”. Rememoro también aquella despedida cuando la poetisa Gertrude Stein estaba en su lecho de muerte y su amante, Alice B. Toklas, se inclinó sobre ella y le susurró: “¿Cuál es la respuesta, Gertrude?”, a lo que Stein replicó: “¿Cuál es la pregunta, Alice?”. Por eso Mahler y Schönberg exaltaban siempre la primacía de la pregunta sobre la respuesta, porque aquella surge cuando todo parece dicho y aceptado, cuando las doctrinas aparecen como congeladas o fosilizadas, cuando alguna “Verdad Absoluta” intenta imponer su presencia autoritaria, cuando el debate parece finalizado. Richard Wagner, Gustav Mahler, Arnold Schönberg y otros  llevan el interrogante a sus límites y más allá. Porque -como dice Martín Buber- seamos creyentes o agnósticos, la cuestión no es hablar de Dios sino hablar con Dios. Es decir, interrogarlo. ¿De qué se trata, en lo fundamental?  Del amor al prójimo, siempre que seamos capaces de él, del amor al que simplemente está ahí y debemos amar a cambio de nada ( allí se encuentran, operísticamente, Aarón con Parsifal). Es el amor según Jesús, el amor según Simone Weil, el amor según Vladimir Jankélévitch, el amor según la Octava Sinfonía de Mahler, y el secreto, si fuera posible, de la santidad. Y no estoy hablando de la santidad en el sentido eclesiástico sino de la manera en que lo hablaban Wagner con Nietzsche. Una vez llamé a Wagner santo – Theodor Adorno había llamado así a Mahler- porque consideré síntoma de santidad su entrega absoluta e infinita a una indeclinable misión: hacer del pentagrama un espacio sagrado, verdadero, quizá inédito. Podrá ser desagradable un hombre que se siente superior al resto de los mortales, ¿pero qué importan hoy las excentricidades, las intolerancias y las torpezas de Wagner? Exhibicionista del deseo, era en el pentagrama donde ese deseo se hacía evidente y autojustificado. Wagner asalta el cielo sólo para poseerlo porque sólo en la posesión del cielo está su última redención, la definitiva.  La esencia de la santidad no significa solamente lo que es habitual escuchar en el mundo tradicional (dedicarse de forma absoluta y entregada a satisfacer las imperiosas y hondas necesidades de los demás), sino en creer imperiosa y hondamente en la omnipotencia de un bien supremo y arrojarse de cuerpo entero a servir a ese ideal. Como Mahler.  De ahí que el santo pueda ser esencialmente el entusiasmo hecho acción, la corporización del bien supremo como objetivo inalienable. En este sentido la religiosidad muchas veces escapa a una ética al uso. No hay que confundir la caridad con la limosna y la condescendencia: se trata más bien de amistad universal, al estar liberada del ego, del yo, del egoísmo, y por ello liberadora. Sería el amor a Dios si éste existiera, o lo que más se asemeja a él en nuestros sueños, si no existiera. Y toda pregunta, en lo esencial, se refiere a la primera de las preguntas, que es la pregunta fundamental sobre el Ser, pregunta que ha sido hecha desde la Historia de los siglos y que aquellos músicos han asumido siempre como lo esencial de nuestras búsquedas. Como Penélope, al destejer no anulan lo tejido. El rigor de la pregunta es irreversible. En esa pregunta, que puede transformarse en pentagrama, verso o pincel o en el hacer de todos los días tiene que ver con nuestra identidad y nuestra permanencia en la música. Cada uno debe reflexionar sobre estas secuencias, es decir flexionarse sobre sí mismo, que se ensimisme ( como quería Ortega) y que escuche la corchea de su corazón. Bueno, pues, finalizo este largo prólogo: Mahler era un músico, un santo y un interrogante obstinado hecho vida. Su obra artística es un manifiesto de un deseo de búsqueda, un acto de ascetismo para aliviar su escepticismo y sus sufrimientos humanos -como dice Consuelo Garví-, una expresión de esa lucha de personajes dostoievskianos que se debaten en fuertes dialécticas entre creer y no creer, entre la luz y la sombra. Mahler es el espejo de la crisis del ser humano en un drama de inspiración cristiana.”Cuando la abominable hipocresía y falsedad me ha llevado hasta el punto de deshonrarme a mí mismo, cuando la inextricable red de condiciones en el arte y en la vida ha llenado mi corazón de asco por todo lo que me es sagrado – el arte, el amor, la religión- ¿qué salida hay sino la autoaniquilación? Lucho como un salvaje para romper los lazos que me encadenan al repugnante e insípido pantano de nuestra vida y con toda la fuerza de la desesperación me aferro a la tristeza, mi único consuelo. Entonces, de repente, el sol vuelve a sonreírme y desaparece el hielo que me aprisionaba el corazón: vuelvo a ver el cielo azul y las flores columpiándose al viento y mi risa burlona se deshace en lágrimas de amor. Por eso tengo que amar este mundo con todo su engaño y frivolidad y su eterna sonrisa”. Así se radiografiaba Gustav Mahler y en estas palabras se puede ver el sentido de su Segunda Sinfonía: “Todo lo que nace debe perecer, todo lo que muere resucitará”. Como dice Schönberg: “La música de Mahler amplifica un anhelo vehemente del corazón del hombre contemporáneo, del hombre que añora oscuramente a Dios”. Lo rubricará el mismo Mahler: “Toda creación se adorna continuamente para Dios. Por lo tanto todo el mundo tiene un sólo deber: ser en todos los aspectos lo más hermoso posible a los ojos de Dios y del hombre. La fealdad es un insulto a Dios”.

Recuerdo cuando a Carl Sagan le preguntaron qué salvaría de la faz de la tierra ante un terremoto universal y para dejar un testimonio inefable de nuestra existencia a los mundos extraterrestres del futuro. Respondió: “La obra de Juan Sebastián Bach”, e inmediatamente agregó: “Pero sería demasiado petulante”. No señalaba la teoría de Newton ni las investigaciones de Einstein, no señalaba los antibióticos ni la vacuna antipoliomielítica,  no señalaba el sistema informático ni los satélites planetarios ni los pensamientos de Freud: dejaba como testimonio de nuestra existencia la obra de Juan Sebastián Bach. De un artista. Yo hubiera respondido lo mismo pero señalando los pentagramas de Gustav Mahler. Quizá porque nadie duda que si Flemming no hubiera descubierto la penicilina lo hubiera hecho algún otro científico, pero si Mahler no hubiera compuesto la Novena Sinfonía no tendríamos ni una sola nota de ese mundo cósmico inigualable.

Quiero aclarar que el mejor amigo de Mahler fue un hombre con el que nunca se encontró ni cambió palabra y que tuvo un impacto decisivo en él. Este hombre era Fiodor Dostoievski. Una vez Mahler asistió a unas clases que daba su discípulo Schönberg y al terminar le dijo: “Querido Schönberg, sus alumnos deberían aprender menos de fugas y contrapuntos y leer más a Dostoievski”. Mahler sentía por el autor de “Los hermanos Karamazov”  una atracción que le hacía decir con frecuencia: “¿Cómo se puede ser feliz mientras haya un solo ser que sufra sobre la tierra?”.  Este interrogante ético los unía. La lectura de sus libros fue determinante para Mahler.  Como salido de una novela, Mahler se angustia y se debate en medio de la pregunta si existe Dios, al igual que Dostoievski. Como escribe Eugenio Trías “en su Octava Sinfonía la conciencia creyente pronuncia el credo que sustenta la demanda. Se pide un esclarecimiento que eleve la luz de los sentidos, ensanche los corazones, ilumine la mente y nos difunda los siete dones del Espíritu”. Y aunque es cierto que ambos, tanto el autor ruso como Mahler, fueron ambivalentes en muchos aspectos (tristeza y alegría, profundidad y sarcasmo, el bien y el mal, el cielo y la tierra, lo humano y lo divino, el amor y el sufrimiento, muerte y redención) y representantes como pocos de la típica dualidad del individuo en crisis. Existe una anécdota significativa: Bruno Walter cuenta que en una visita que hizo a Mahler en Steinbach, Mahler releía pasajes del Quijote en los que además de reírse ruidosamente con las desventuras del Caballero de la Triste Figura, simultáneamente lloraba de emoción. Otro de los lectores apasionados del Quijote había sido Dostoievski. Dice Norman Lebrecht: “Mahler, con su música, era judío: judío en el impacto de su espiritualidad, en la afiebrada impaciencia de su búsqueda de un sentido y orden del mundo, en su fulgor apasionado y opaco, en sus innatas contradicciones. Era cristiano: cristiano en su fe, su creencia en el Paraíso, su humildad frente a todo lo divino, su confianza en el más allá, su anhelo de discípulos y su aprecio saludable hacia la gente común, instintiva, infantil, genuina y no corrupta, no tocada por la codicia, viviendo en la naturaleza y mirando cara a cara a Dios”. Su mujer,  Alma Mahler, decía de él: “Gustav es un judío que cree en Cristo y siente una intensa fascinación por el misticismo cristiano”. Cuando pequeño formaba parte del coro de la sinagoga y de la iglesia católica de su pueblo y cuando asumió la gran tradición musical y cultural europea, inspirada por la fe cristiana, le impresionaban especialmente el Réquiem de Mozart y el Te Deum de Bruckner. Y era alemán en su cultura, objetividad y disciplina. Su sometimiento al orden que aceptaba era no hacer nada para sí mismo y todo para la causa elegida. En esto coincidía con Richard Wagner. Todos sabemos que existe un cordón umbilical que une los pentagramas de Wagner con los de Mahler y éstos con los de Schönberg, Alban Berg y Anton Webern (llamada la Segunda Escuela de Viena) que marcaron el siglo XX. Wagner era la figura admirada por todos y se hacía partir el desarrollo de la música contemporánea en el acorde inicial de “Tristán e Isolda“. Hay un aspecto del pensamiento musical de Mahler que quiero señalar: según cuenta Alma, siendo pequeño, le preguntaron a Mahler qué quería ser de mayor, a lo que él respondió: “¡Mártir!”. Por otra parte Schönberg, en su elogio funeral, después de comenzar diciendo que Mahler era un santo, afirmó que el mundo hizo de él un mártir, un mártir que no había rehusado beber ningún cáliz amargo. Sus orígenes muy humildes, el hecho de ser judío en un contexto virulentamente antisemita que lo perseguía y las dificultades de su vida afectiva (incluida su vida matrimonial) debieron suponer para él escollos pesados, difíciles de sobrellevar. Pero el impulso de la vida y el aliento de Eros signaron su senda. Dos son los aspectos que más marcaron la vida de este enorme músico: la primera tiene que ver con su verdadero origen, su familia y su pueblo como generadores de identidad, su pertenencia esencial ( a la que públicamente tuvo que renunciar para dirigir la Ópera de Viena, en la que estuvo diez años, llevando el prestigio de la institución a alturas nunca logradas antes) y la segunda, su presencia como judío en un medio hostil (la Viena de fin de siglo y sus entornos). donde debió vivir día a día las agresiones, las humillaciones y las exclusiones que sufrían los judíos por el simple y mero expediente de serlo. La primera vertiente: una identidad que para Mahler siempre fue conflictiva y que tuvo que llevar en sus espaldas hasta el momento final, pero en la que habitaba un orgullo singular (ese “no sé qué”, que decía Freud) que puedo significarles en esta anécdota: Mahler, de joven fue rechazado en un teatro a causa de su “nariz judía”. Cuando años después y a raíz de su fama creciente, el mismo teatro le ofreció su dirección, Mahler respondió telegráficamente: “Rechazo ofrecimiento stop nariz sin cambios”. Para Claudio Magris la identidad es sólo auténtica si uno la olvida, pero me pregunto yo :¿cómo podrían olvidar su identidad cuando el acoso era cotidiano, cuando el dedo del gentil señalaba al paria constantemente, cuando la libertad ya no era posible y la búsqueda de la libertad una empresa autodestructiva? Analizando “El proceso” de Kafka escribe Jean Paul Sartre: “Como el héroe de la novela, el judío está empeñado en un largo proceso: no conoce a sus jueces, apenas conoce a sus abogados, ignora qué se le reprocha, y no obstante, sabe que se le tiene por culpable: el juicio se dilata sin cesar y el judío aprovecha para precaverse de mil maneras, pero cada una de estas precauciones tomadas a ciegas lo hunde un poco más en la culpabilidad. Tienen razón los antisemitas en decir que el judío come, bebe, lee, duerme y muere como judío. ¿Qué otra cosa podría hacer?  Han envenenado sutilmente su alimento, su sueño y hasta su muerte. ¿cómo no verse obligado, a cada minuto, a tomar posición ante tal envenenamiento? Haga lo que haga ya está lanzado por esa ruta. Puede escoger entre ser valiente o cobarde, triste o alegre, entre matar gentiles o amarlos, pero no puede escoger no ser judío. Como escribió Ludwig Börne: “Unos me admiran por ser judío, otros me lo toleran, otros me lo recriminan, pero todos me lo recuerdan”. Mahler, como casi todos, quería ser como los demás, eran hijos ilegítimos que ambicionaban ser legítimamente reconocidos y que hacían todos los esfuerzos y sobreesfuerzos para lograrlo. Vivían para demostrar que se merecían esa carta de ciudadanía (una carta de inclusión con un aviso de exclusión que le hacían firmar el primer día como cuando uno comienza un trabajo y le hacen firmar la renuncia por si las moscas), aviso que podía surgir en cualquier momento y sometido a la dictadura del instante porque el rechazo podía aparecer en el momento menos esperado. Se les exigía capacidad de agradecimiento, generosidad en los halagos, esfuerzo para agradar y esfuerzo por no desagradar, permanentemente volcados a hacer las cosas mejor que los hijos legítimos para merecer la aprobación de los padres. Y aún así, si cumplían con todo lo que se les exigía, muchas veces eran acusados de falsa lealtad, de no ser sinceros, de manipulación hipócrita, de intencionalidad secreta, de no ser lo que pretendían ser. Hicieran lo que hicieran, la última palabra era siempre penúltima. Lo dice Joaquim Riedl: “Eran los patriotas más fervorosos, los wagnerianos más ardientes, los más celosos miembros de las instituciones”. Y el problema era aún mayor cuando, como en el caso de Mahler o de Schönberg o de Freud, éstos se negaban a pararse frente al espejo para aprender una actitud que los alejara de su pertenencia, a camuflar los signos de identidad, a modular la lengua para pronunciar mejor que los nativos el idioma del país, a maquillarse para mentir un perfil convincente, a cambiar la piel de judío para poder ser un hombre, es decir, salvar al judío en tanto hombre para aniquilarlo en tanto judío, sostener una máscara y evitar el gesto inconsciente que pudiera traicionar sus intenciones y sus orígenes.

Un empleador dice a su obrero judío: “No puedes aspirar a la integridad del sueldo porque estás picado de viruela”. El obrero se mira al espejo y dice: “¿Por qué dices eso? No estoy picado de viruela”. El empleador se encoge de hombros y dice: “Estás registrado como picado de viruelas por lo cual estás picado de viruelas”. Esta anécdota la cuenta el novelista Jacob Wasserman, pero muy bien la podría haber contado Franz Kafka. Esa era la situación en la Viena fin de siglo y esos sus parámetros éticos y de convivencia. Un último ejemplo muy singular de esta situación: el crítico musical suizo William Ritter (contemporáneo de Mahler y viviendo en Viena) era originalmente un militante antisemita y antimahleriano, pero en un momento se replanteó su actitud con el músico y escribió en un periódico de Praga estas palabras: “Por mi parte yo no renuncio a impugnar nada porque yo estoy atrapado por Mahler como lo fue por Heine la Emperatriz Elizabeth. En todo tiempo estos pequeños judíos salamandras, que viven de la pasión y cuyos fuegos artificiales desarman a sus más irreductibles adversarios, son, no por ellos mismos ni por su raza, sino por el espíritu de disolución de esta raza sobre la nuestra, un verdadero peligro. Pero hoy, de buen grado o por la fuerza, y seguramente más por la fuerza que de buen grado, yo acepto el genio de Mahler. Estas páginas son el acto por el que yo católico, yo tradicionalista, yo antisemita, rindo mis armas ante la obra de ese brujo judío nietzscheano”. Escribe Alma Mahler: “Mahler nunca negó su origen judío. Más bien lo puso en relieve. Era un judío cristiano y pagó las consecuencias. Yo era una pagana cristiana y salía impune”. Lo significativo de Mahler es, antes que nada, su inmensa capacidad de tomar como oficio su propia pasión, y al fin de cuentas, el hombre ante su destino, su muerte aceptada y la estela de su música como expresión de sublime belleza.

Termino. Hace unos días, en Bellas Artes de Madrid, señalé que existe una leyenda franciscana que cuenta que tres mariposas querían conocer qué era ese fuego que veían brillar.

La primera se acercó a verlo mejor, pero sintiendo que se le quemaban los ojos dio la vuelta, diciendo que había renunciado porque no quería quedarse ciega.

La segunda se acercó un poco más, pero sintiendo que se le quemaban las alas, volvió para atrás, renunciando a conocerlo porque no quería perder las alas.

La tercera se acercó tanto que se vio envuelta en llamas, ardiendo con ellas, y durante unos segundos el fuego brilló con más intensidad. Sólo ésta conoció qué era el fuego: las otras comprendieron que para conocerlo hacía falta fundirse con él.

A esa tercera mariposa le puse el nombre de Gustav Mahler.  Como escribió Nestroy: “He hecho un prisionero y ya no me deja libre”. Esta conferencia es un homenaje a un ser humano que durante su infancia padeció la muerte de seis hermanos y hermanas y con el último moribundo, de doce años, permaneció a su lado contándole cuentos. En la vida adulta sufrió las muertes de una hermana por tumor cerebral y de otro hermano que se suicidó y al que él consideraba un dotado. Allí no finalizó su mundo melancólico: su hija mayor María Anne murió de escarlatina y difteria, el 5 de julio de 1907. El músico Alban Berg, que estaba enamorado de ella, le dedicó su concierto para violín  que llamó “El concierto del Angel“. Quizá esto explica que Mahler, cuando acababa una composición, se deprimía y se apoderaba de él un  sentimiento de desamparo. Mahler en su música deseaba resolver los enigmas de la vida y de la muerte, del destino del individuo. Tenía el carácter de un Fausto para abarcar el espíritu del mundo. De ahí nació la gran concepción de sus sinfonías, de ese profundo anhelo no redimido del judío errante de su personalidad, de ese deseo de ser cristiano, de ese vaivén sin fin entre  el vacío y la sospecha, entre la desesperanza y el consuelo, entre la ilusión y la desolación de las viejas certidumbres heredadas de la tradición judeo-cristiana. A aquellos que todavía no han llegado a sus pentagramas les recomiendo hacerlo. No se defraudarán.

Para finalizar, quiero hacerme y hacerles varias preguntas para compartir con la almohada: ¿Qué es el goce de oír a Mahler? ¿Aquello que se padece? ¿Aquello que se cree poseer? ¿Aquello que da una identidad momentánea al cuerpo y sus sensaciones? ¿Aquello que descifra una clave definitiva? ¿Aquello que asoma como un orden oculto? ¿Aquello que desencadena un flujo misterioso en el que podríamos dejarnos morir? ¿Qué es el goce, un jeroglífico escrito en el idioma del absoluto? ¿Un discurso musical que se fragmenta en cada estremecimiento nuevo? Lo que sí es evidente es que hay que aprender con él a tolerar esa explosiva mezcla de angustia y belleza, de vida y muerte, que son sus pentagramas.”Mis obras actuarán por sí mismas, ahora o más tarde. ¿Es necesario estar presente cuando uno se hace inmortal?”. Muchas gracias.

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